Continuación del tercer punto del post: “Verdades, mentiras y absurdidades (I)
En el tercer punto del post titulado “VERDADES”, se ha dicho que el déficit era una ficción, porque resultaba del enfrentamiento de unas magnitudes convencionales durante un periodo también convencional, es decir, que tanto las unas como el otro eran el resultado de un acuerdo o convenio. Acuerdo o convenio que, en general, no ha tenido en cuenta los condicionantes económicos por un lado, y por otro, que en cualquier momento se puede cambiar, determinando un déficit diferente, o incluso convirtiéndolo en superávit. Esto es lo que se va a ver en este post referido al componente “ingresos”.
Cómo los principales ingresos del Estado son los impuestos, éstos son los que van a constituir el objeto del estudio. Y no todos ellos, sino sólo los que se consideran más significativos. Porque no se trata de hacer un estudio a fondo de los impuestos, sino sencillamente una aproximación al problema.
Primero se estudiará de donde proceden los impuestos actualmente en vigor. A continuación se comprobará como se recaudan realmente los que se encuentran en vigor en la actualidad.
La reforma fiscal que se decía necesitaba la Hacienda Española para dotarla de equidad y eficacia, y a la vez modernizarla, se hizo entre 1977 y 1978, aprovechando el consenso de la transición democrática materializado en los Pactos de la Moncloa. A partir de los mismos, se puede decir que la política fiscal quedó basada fundamentalmente en tres impuestos: uno sobre la renta, otro sobre el patrimonio y un tercero indirecto (IVA), siendo progresivos los dos primeros y proporcional el último, aunque en su caso con diferentes tipos y exenciones como ocurre con los servicios bancarios.
Desde entonces, los mencionados impuestos han evolucionado de la siguiente manera: en cuanto al de la renta, un contribuyente que ganaba 300.000€ al año pagaba un 37% menos en 2008 que en 1993, otro que ganara 50.000€ veía reducida su aportación fiscal un 2,3% en el mismo período. En cuando al tratamiento fiscal de los ahorros y de las plusvalías, pasaron, de formar parte del impuesto general, y por lo tanto, de participar en las tasas y carácter progresivo del mencionado impuesto, a tributar a un tipo fijo entre el 19% y el 21%, por debajo incluso del mínimo para la renta general (24%). En lo que concierne al impuesto sobre el Patrimonio, se suprimió de hecho por la Ley 4/2008, con vigencia desde el 1 de enero de 2008. Por el contrario, se subió el IVA por la Ley 26/2009, de Presupuestos Generales del Estado para 2010, a partir del 1 de julio, pasando el tipo general del 16% al 18% y el tipo reducido del 7% al 8%. Las exenciones quedaron como estaban.
En cuanto a la eficacia en la recaudación de los impuestos en vigor, aunque, como es natural, el fraude fiscal no se conoce con exactitud, se le calcula alrededor del 25% por procedimientos indirectos como el consumo de gasóleo, de electricidad, los coches que se venden, etc.
Desde el punto de vista económico, también como un tipo de fraude hay que considerar los robos, sobre todo cuando se convierten en bastante habituales como ocurre en la actualidad. En efecto: cuando una tienda, pequeña o grande, continúa con el negocio y no cierra a pesar de los robos que sufre, es porque consigue compensarlos y obtener beneficios suficientes como para que le valga la pena continuar. Dicho de otro modo: consigue trasladar a sus clientes al menos una parte del importe de los robos, como si de un tipo de IVA se tratara. Por otro lado, como los mencionados robos no incrementan los beneficios, Hacienda no puede gravarlos, y aquí aparece su carácter de fraude fiscal.
Desde el mismo punto de vista económico, una determinada clase de robos, los que se producen en el campo, resultan verdaderamente nocivos, a pesar de su habitualmente reducida cuantía, por sus extensos efectos negativos sobre la economía, que no se limitan al importe de lo robado, quizás por la escasa o nula capacidad de traslado de los campesinos respecto a los comerciantes. En alguna manera, el abandono de una buena parte de los campos que se ven sin cultivar, y la merma de actividad que supone con el consiguiente daño para la economía y para la recaudación fiscal, encuentra su explicación en el desánimo de los que, no sólo tienen que soportar la rebaja de precios que les imponen los intermediarios, sino que, además, ven las cosechas esquilmadas por quienes se llevan bonitamente los frutos del esfuerzo ajeno. Llegados a este punto, considero oportuno contar la siguiente reflexión, de indudables tintes económicos, que escuché en una conversación entre labriegos: “Los robos en el campo se tienen que castigar. Porque si no se castigan, todo el mundo querrá robar y nadie sembrará. Y cuando nadie siembre, no habrá nada que robar. Y el pueblo se empobrecerá”.
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